domingo, 3 de noviembre de 2013

JUSTICIA MAL ENTENDIDA


De todos es sabido el código no escrito del bandolerismo en épocas pasadas; la forma de entender el honor y la justicia de ese conjunto de malhechores y para algunos héroes populares, que en siglos pasados traían de cabeza al poder establecido. Este es un relato que bien pudo pasar en aquellos tiempos, la codicia de un joven y la justicia mal entendida de su padre.


Después de la guerra de la independencia, cuando España había quedado maltrecha por la lucha contra los gabachos. Muchos de los que lucharon contra el ejército francés de Napoleón Bonaparte, habían sido también bandoleros antes de prestar alguna ayuda espontanea a la patria, por esto, Juan Montero, apodado “el trabuqueño", había sido perdonado por la justicia e indultado por el rey Fernando VII el año de 1816. Arrepentido de su larga lista de fechorías regresó a su pueblo natal.

Cuando conocí al trabuqueño dos o tres años antes de los hechos que voy a relatar andaría alrededor de los cincuenta años, no muy alto pero fuerte de compostura, de cara redonda, tez morena y nariz chata, labios carnosos, los ojos pequeños y vivos, prácticamente calvo, gozaba de fama de buen tirador y luchador a navaja por lo que tenía el respeto de la comarca. 

Después del indulto plantó su hogar en unos terrenos abruptos en una de las muchas sierras de la provincia, en la hacienda heredada de su padre, acompañado de su mujer María, esta dio a su marido cuatro hijas; y cuando Juan había perdido la esperanza de ver continuado su apellido llegó el varón. No pasó tiempo en el que las hermanas se fueron casando y Pedro, que así es el nombre del muchachito, quedó viviendo solo con sus padres cuando tenía la edad de doce años. 

Cierto día, el trabuqueño y María se disponían a sacar, como otros días, a pastar su rebaño de cabras y ovejas por las sierras; debo puntualizar que sin tener necesidad de ello, ya que su padre también le había dejado  tierras y las tenía arrendadas; no obstante, el pastoreo era un disfrute para los dos. A todo esto, el muchacho quiso acompañarlos; sin embargo, su padre se opuso objetando que iban demasiado lejos y no convenía dejar sola la casa.

Unas horas más tarde, Pedro tendido en la maleza contemplando la mole parduzca de los montes que tenía enfrente de su casa, escuchó unos disparos de trabucos que le sobresaltaron, después de sonar varias detonaciones más, miró hacia dónde venían estas, y segundos después apareció un hombre por el sendero que llevaba hasta la casa. Parecía que le habían acertado en su pierna izquierda pues andaba con mucha dificultad y arrastraba la pierna herida. Se trataba seguramente de un bandolero que venía huyendo de la autoridad, y comprendiendo que herido como estaba no iba a llegar a los bosques cercanos a la casa, se acercó al muchacho y preguntó ansiosamente; si era el hijo de Juan Montero, el muchacho le contestó afirmativamente. El herido intentó convencer a Pedro que lo escondiera en su casa, a lo que el chico se negó aludiendo que a su padre no le iba a gustar la idea. Insistió de nuevo el extraño, qué si siendo hijo de Juan Montero iba a permitir que lo detuvieran en su misma puerta y que eso tampoco gustará a su padre. Pedro se quedó pensativo y preguntando al hombre qué le daría a cambio si lo escondiese. Rebuscando en la faltriquera sacó una moneda de plata de dos reales y se la ofreció al chico; este sorprendido la agarró compulsivamente señalándole un pilón de heno al lado de la casa. Le fue fácil al hombre abrir un agujero y esconderse dentro, abrieron otros agujeros para que pudiera respirar, y para disimular, Pedro tuvo la excelente idea de poner una perra con sus cachorros encima y rociar con arena algunas gotas de sangre que había cerca de donde estaban.

Minutos más tarde apareció una partida de Migueletes que serían los que andaban tras el delincuente. Comprobó mientras se iban acercando que el que los dirigía era el cabo Francisco Ortiz primo segundo de su padre. El jefe de la partida lo saludó efusivamente y le preguntó si había visto un hombre herido huir por el camino. Pedro haciéndose el despistado, negó diciendo que él estaba tendido en la maleza y los disparos lo sobresaltaron, y que si hubiera visto algo se lo diría a un familiar. El cabo no quedo muy convencido ante el desparpajo del joven y siguió insistiendo pues lo había tenido que ver y haberlo escondido en la casa. El cabo tenía la intención de registrarla a lo que el chico lo convenció de que era una imprudencia pues a su padre no le iba a gustar que la registraran sin su permiso sabiendo como sabía la fama e influencia que tenía el trabuqueño entre sus superiores. Sus subalternos dieron varios bayonetazos en la pila de heno pero sin ningún resultado. Había desistido ya cuando en una de estas sacó un reloj de bolsillo para comprobar la hora y captó la expresión de codicia que el joven puso ante el objeto. Pensó el chico lo bueno que sería tenerlo y pasearlo por el pueblo cuando bajara, como había visto al hijo del sargento con el suyo el domingo anterior. El cabo le propuso el intercambio: reloj por información. Parecía un gato relamiéndose después de haber engullido una sardina. El sentido de la solidaridad empezó a librar en su conciencia una ardua batalla con la codicia. El reloj se mecía ante sus ojos reflejando destellos que el sol arrancaba de su tapa y Pedro prendiéndolo señaló con el dedo al pilón en el que se amontonaba el heno.

El cabo se apresuró con sus subordinados a registrar más exhaustivamente el lugar y en un momento se agitó el proscrito que se tambaleaba puñal en mano intentando incorporarse cosa que no consiguió debido a las heridas que tenía. 

El delincuente escupió al pequeño traidor y recibió un “hijo de…” en su cara con todo su desprecio. Pedro le arrojó la moneda de plata que le había dado por esconderlo entendiendo que ya no la merecía.

Cuando la partida se disponía a volver al pueblo, aparecieron Juan Montero y su esposa por el camino que iba a la casa, este en aptitud un tanto expectante y el trabuco levantado ante el alboroto que intuyó ocurría. Preguntó lo ocurrido, el cabo Ortiz le contó que por la colaboración de su hijo había podido detener al proscrito, a lo que este ni corto ni perezoso, sujeto entre brazos y manos de los migueletes, gritó que estaba en la puerta de la casa de un traidor. 

Los soldados ya se disponían a transportar al preso cuando este escupió a la cara de Juan Montero. Una puñalada hubiera bastado para deshacerse del sujeto, aunque llevándose la mano a los ojos en actitud pensativa hizo pasar el tiempo... Diez minutos pasó antes de que Juan Montero dijera algo, no obstante vio que a su hijo le aparecía la cadena de un reloj en el bolsillo. El chico se disculpó diciendo que su primo el cabo Ortiz se lo había regalado.
Juan le arrebató el reloj arrojándolo rojo de ira contra una piedra donde quedó destrozado, preguntándose si Pedro sería su hijo realmente. La única certeza era, que su hijo ha sido el único Montero a quien se le haya podido llamar traidor. Pedro de quien su padre no dejaba su fría mirada, irrumpió en llanto.
El hombre se echó el trabuco al hombro dirigiéndose rumbo a un olivar cercano ordenando al chico que lo acompañara. Cuando hubieron llegado a una loma cercana a un desfiladero, el padre creyendo que era ideal para sus propósitos dijo al muchacho que se acercara a unas piedras que había a una decena de metros, este acató sumisamente la orden no sin antes soltar un vomito a sus pies, el olor ácido no hizo amilanarse al padre que le mandó rezar sus oraciones. Cuando el muchacho sollozante e implorante de perdón hubo terminado y ya a la distancia correcta; el hombre sin inmutarse, cargó el trabuco y se lo echó a la cara. El chico intentó avanzar desesperado para intentar abrazarse a las piernas de su padre, pero este, sin darle tiempo apretó el gatillo.

- ¡Que te perdone Dios! - dijo.

Pedro se desplomó muerto. Su madre que lo había presenciado todo a lo lejos, acercándose se dirigió hacia el cuerpo sin vida de su hijo. Y preguntó a su marido qué había hecho. Este sin atisbo de culpabilidad le respondió:

- Justicia, María, justicia.

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